En este universo peculiar los asuntos del amor eran tratados por una inmobiliaria social divina. La gerencia (llámese La vida, El destino, Dios) tenía como regla asignar a las parejas enamoradas una pequeña casita, de un cuarto, para que vivieran juntos. Eso sí, era regla inmutable, que si la casita era abandonada y dejada derruir, los auditores del tiempo la demolerían completamente para dejar el lugar vacío y construir otra casita para otros enamorados. Se destruía pues la casita, dado que era única para cada pareja y era imposible compartirla con otra persona que no sean a quienes se les entregó.
Un día, caminando por la vida, te conocí. Me pareciste única y esplendorosamente magnifica. Contrario a lo que esperaba, te interesaste en mí y me correspondiste. Al principio caminábamos por la vida y de vez en cuando llevábamos la misma dirección, luego fuimos acercándonos más y contemplábamos un bonito espacio, donde sería magnífico tener nuestra casita.
Y pasó un tiempo y un día nos fue entregada. Deslumbrante, recién pintada y con un florido jardín. Tan hermosa, que me recordaba a ti. Así fuimos llenándola de vida, de nosotros, de nuestros recuerdos juntos, de nuestro amor. Muebles de cariño, mesas de preocupación mutua, sillas de diversión compartida, un pequeño minibar de amor y pasión, y cortinas de una esperanza juntos.
Pero no todo fue miel sobre hojuelas. Como todo, teníamos diferencias, la cortina que me gustaba no era necesariamente de tu agrado. A los muebles que tanto te encantaban yo le buscaba detalles que considerar. En fin, lo normal en una pareja de enamorados.
Pero fue creciendo el desequilibrio. Y los detalles se volvieron lo importante. Y de repente ya no cabíamos en la casa. Tres veces la abandonamos y dejamos todo, pero luego volvíamos y arreglábamos tan bien que parecía que nunca nos habíamos ido. Luego de la tercera, ya no volvimos a entrar juntos en ella.
Y cada uno dolido, cada uno enojado, siguió su camino. Con el ultimátum de no vernos a la cara.
Y así volvía de vez en cuando a la casa, solo. Limpiaba un poco aquí, barría un poco allá, acomodaba algo más por el rincón.
Pero a veces llegaba y encontraba que habían barrido, o quitado las telarañas en los rincones. O el sofá estaba en otro lado, viendo hacia la ventana. Entendí que eras tú, que también ibas y arreglabas. Me imagino que también a veces llegabas y encontrabas igual arreglado.
Así seguimos, y a veces me encontraba lugares para edificar una casita y alguna compañera para compartirla. Pero pensaba en mi cansada casita y recordaba que tú también la visitabas. Yy continuaba prefiriendo ir a limpiar y acomodar lo nuestro.
A veces deseaba tanto encontrarte al entrar, pero, rayos, eso nunca pasó.
Luego fluyó el tiempo y se hicieron un par de años. Y recientemente empecé a notar que encontraba todo como lo dejaba la última vez. Y empecé a pensar que tal vez ya te estabas cansando de ir a limpiar una casa vieja y semi-abandonada.
Pero yo seguía limpiando, a veces hasta que ya quedaba oscuro y tenía que encender la luz.
Y un día, te encontré de nuevo en el camino. Me saludaste alegremente y te disculpaste por todo lo negativo que pasó. Yo también me disculpé y me alegró tanto verte. Hablaste de proyectos y de negocios, pero no tocaste la casita, así que no dije nada.
Yo me dirigía hacia la casa, y supuse que tú también pero tampoco dije nada, porqué pensé que sería incómodo para ti aun, que te acompañara hasta ahí, por lo que decidí darte espacio y te dejé caminar. Luego de un rato cuando juzgué que ya había pasado algo de tiempo. Fui a la casita. Pero la abrir nuevamente la encontré como la había dejado. Sintiéndome algo sorprendido al principio, pero luego entendiendo que no tendrías necesariamente que ir ahí ese día y menos después de hablar conmigo.
Y así pasó que te encontraba a veces por el camino, pero no queriendo molestarte no dije nada ni comenté nada y te saludaba o te devolvía el saludo alegremente. Un día, después de encontrarte y dejarte por el camino llegué a la casa, me sentí algo resignado y me dispuse a limpiar. Después de sacudir las cortinas, me sentí indispuesto y lo dejé para otro día.
En vez de regresar como siempre, quise caminar, así que seguí la calle más adelante. Caminé con paso lento, mirando las fachadas de las casas.
Y te vi.
En la casa de la izquierda. ¿Dónde más? Y ahí estabas, dentro, con la luz encendida porque ya anochecía y alguien te acompañaba y reía contigo. Y el cuarto se veía bien decorado he de confesarlo y con colores cálidos que le daban una apariencia hogareña. Hacían ademanes y se veían entusiasmados, en esa casa se podía decir que había vida.
Entonces, todavía sorprendido di un paso tambaleante hacia atrás y corrí a la casa. A duras penas abrí la puerta, a tientas entré. Choqué contra el estante y se ladearon algunos libros. Al extender mi mano para acomodarlos, la vi. Ahí estaba brillando pálidamente en la penumbra con el reflejo de la luz que entraba por la puerta abierta, un poco empolvada desde hace algún tiempo, tu llave.
Comprendí entonces que hacía ya un tiempo que ya no entrabas a la casa. Pude entender que habías venido, tal vez arreglado una última vez, dejado tu llave y cerrado desde afuera. Y ya nunca más, entrarías.
Entendí que únicamente yo, había continuado limpiando y atendiendo la casa, evitando que sea demolida, posponiendo que se vaya para siempre. Como seria de otro modo, si tú ya tenías otra casa por la cual preocuparte y que atender.
Recordé tu saludo ameno cuando nos encontrábamos. Y un golpe seco en mi pecho me hizo soltar una lágrima. Entendí que la casa estaba condenada y que ya no tenía caso arreglar más.
Muchas lágrimas rodaron por mis mejillas. Dándome media vuelta, tome una botella del mini bar, la llevé a la mesita de centro. Vacié el licor en una de las semi limpias copas y brindé por ti, brindé por la casa, brindé por mí y brinde por el tiempo, que jamás se detiene.
Por ultimo brindé por un mundo lleno de nuevas oportunidades para el que sabe comenzar de nuevo y porque, como dice Asimov, en la vida, a diferencia del ajedrez, el juego continua después del jaque mate.
Cerré la ventana, acomodé las cortinas. Terminé de limpiar el cuarto. Quedó arreglado como nunca en mucho tiempo. Por ultimo tapé la botella y acomodé la copa. Tomé tu llave y la puse en la mesita de centro. Asenté mi llave junto a la tuya y caminé a la puerta.
En el umbral miré una última vez dentro, la atmósfera cambió, el curto se iluminó y se lleno de vitalidad. Dos fantasmas llenos de felicidad, arreglando la casa, sonrientes, entusiasmados, se aparecieron fugazmente ante mis ojos llorosos. Luego todo volvió a la normalidad y la casa quedó de nuevo oscura y vacía.
Me volví y apagué la luz, que jamás seria encendida de nuevo.
Salí y cerré la puerta, que jamás sería abierta de nuevo.